Comienza el éxodo hacia el Valle de Las Vacas
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Santiago
de los Caballeros, capital del Reyno de Guatemala. Grabado 1829. |
El
aciago martes 29 de julio de 1773, Día de la Virgen de Santa Marta, fue una
fecha que quedó marcada en la memoria de los moradores de la ciudad de Santiago
de los Caballeros, capital del Reino de Guatemala, y del de los pueblos circunvecinos
en el valle de Panchoy. Justo a las tres y cuarenta y cinco minutos de la
tarde, según informó el fraile dominico, Felipe Cadena[1],
se sintió un fuerte sismo y diez minutos después, se produjo otro aún más
fuerte, acompañado de retumbos y de réplicas de menor intensidad. En pocos
segundos, el ambiente festivo cambió. Los vecinos y las autoridades entraron en
pánico. Muchas personas corrían hacia la calle, sin rumbo; otros caían de
rodillas, porque el movimiento no los dejaba estar en pie. Se escuchaban
gritos, llantos y rezos implorando piedad al cielo y a la Divina Misericordia
y, otro tanto, muy espantados, trataban de encontrar resguardo en las
“tembloreras”. Pero, éstas tampoco eran seguras”. El temor aumentó cuando, como
consecuencia del estrepitoso derrumbe de casas, templos, edificios, muros y por
la caída de árboles, las calles fueron cubiertas por una gran nube de polvo,
desorientando aún más a las personas. Para colmo, esa noche azotaron fuertes
lluvias acompañadas de rayos y truenos. A la mañana siguiente, el panorama con
el que se encontraron fue desolador. La situación era caótica y el terror se
apresó de todos.
El presidente don Martín de Mayorga, recién llegado al Reino un mes antes, estaba muy asustado, pero, a pesar de ello, tuvo la fortaleza para tomar las decisiones pertinentes al caso. De inmediato, ordenó la protección de las personas y que se velara por la seguridad de los caudales y organizó la vigilancia y la seguridad de la capital del Reino. Asimismo, como prevención sanitaria, encomendó la extracción de los cadáveres de entre los escombros para darles cristiana sepultura; también mandó resolver el abastecimiento de alimentos y planificar la limpieza de caminos.
Acto seguido, el 2 de agosto del mismo año, don Martín de Mayorga y las autoridades eclesiásticas, el contador de cuentas, oficiales reales, el fiscal interino, los alcaldes ordinarios y capitulares, así como muchos vecinos firmaron un documento en el que se notificaba a Su Majestad sobre la ruina de la ciudad. Dos días después, se convocó a una Junta en la Plaza Mayor y en ella, según el cronista Juan González Bustillo, Mayorga propuso la traslación de la ciudad hacia un paraje más seguro y no tan expuesto a tragedias naturales como la que habían experimentado. Esta medida se avaló con la declaración jurada del maestro de obras Bernardo Ramírez que certificó la total ruina de la ciudad. La moción se puso a votación y cada uno de los presentes expuso los motivos de su voto a favor o en contra.
El día 5, Mayorga pidió que se buscase
un nuevo sitio para la ciudad, al mismo tiempo que informaba que iba a solicitar
el permiso a Su Majestad para el traslado a un sitio más seguro. Allí mismo,
recomendaron el valle de Jalapa y el de Las Vacas, entre otros. Además, los
vocales de la Junta opinaron que era conveniente trasladarse provisionalmente
hacia el valle de Las Vacas. En otra reunión, se nombraron las comisiones de
exploración y, al mismo tiempo, se solicitó al ingeniero Antonio Marín un
informe detallado de la ruina de la ciudad y de conformidad con su dictamen se
resolvería reedificar la ciudad o abandonarla. El 20 de agosto, Marín rindió
informe a favor del traslado. Entre tanto, varias familias, por seguridad,
dejaban la ciudad para establecerse en las cercanías de San Lucas Sacatepéquez
y, otros como la familia Aycinena, se establecieron en Villa Nueva.
Las comisiones de exploración
salieron el 19 de agosto rumbo al valle del Jumay en Jalapa para reconocer el
llano de San Antonio. Luego, siguieron para el valle de Las Vacas. En cada
paraje entrevistaron a varios pobladores sobre el clima, los manantiales de
agua, la fertilidad del suelo y, sobre todo, acerca de los temblores.
Mientras,
las comisiones estaban haciendo su trabajo, en la ciudad arruinada, el 28 y 29
de agosto, el volcán de Fuego se activó, produciendo erupciones y retumbos
fuertes. Esta fue la gota de derramó el vaso de agua y a Mayorga le otorgó la
certeza de que se debían ir. De esa forma, se cerró una época histórica
(1542-1773) y se abrió un nuevo capítulo de la historia de la ciudad nómada,
Santiago de los Caballeros de Goathemala, capital del Reino.
Después de reconocer el valle de
Jalapa, el 23 de septiembre de 1773, la comisión llegó al valle del Corregimiento
Central y solicitaron testimonio de:
Don Manuel de Galisteo, justicia mayor del partido; el
vecino don Manuel Montenegro, el ermitaño don Juan José Morales Ruiz y Alfarol,
constructor de la capilla de Nuestra Señora del Carmen, en el cerrito (el
hermano Juan tenía en ese tiempo setenta y cinco años); al mestizo Clemente
Salas; al regidor don Juan José Solórzano, que informó sin juramento; y a los
vecinos don José Arriaza, Bernabé Antonio Muñoz, Juan Basilio Muñoz, Lorenzo
Solares y Francisco García. (Pérez Valenzuela, 1964: 132).
Todos coincidieron en las bondades
del clima, que favorecía una vida longeva y próspera. A ello, contribuía la
corriente de los vientos, norte-sur, que evitaba la propagación de
enfermedades. Con relación al abastecimiento del agua, el maestro Bernardo
Ramírez llevó a cabo un acucioso estudio para buscar la forma de introducir el
agua y concluyó que la del río “Pinula” era conveniente porque también recibía
caudales de otros ríos, aunque recomendó que debiera emprenderse obra de
infraestructura. Otros ríos que Ramírez reconoció fueron el de “Mixco”, “Concepción”,
“Paconcha” y “Betlén” (Pérez Valenzuela, 1964).
Acerca de la fertilidad del suelo,
los testigos declararon que era favorable para las cementeras y árboles
frutales; asimismo, por sus abundantes bosques podía proveer de madera de
calidad y otros materiales aptos para la construcción de viviendas y demás edificios.
Antes de la tragedia, de este valle proveían de madera a la ciudad arruinada. Otros
aspectos importantes, eran que muy cerca había Pueblos de Indios que
contribuirían al abastecimiento de alimentos y mano de obra, así como las
distancias que había desde allí hacia el Golfo y hacia los puertos de Sonsonate
y Acajutla en la Provincia de El Salvador, favorecían el comercio marítimo.
En el mismo estudio, se informó que
por la extensión del valle del Corregimiento Central, era posible fundar nuevos
Pueblos de Indios. Se levantó un plano que
abarcaba la siguiente extensión: 371 caballerías, 4 cuerdas, 4,375 varas
cuadradas, que reducidas a leguas hacían 9 y 22 caballerías, 199 cuerdas y
4,375 varas superficiales.
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| Primer plano de reconocimiento del valle del Corregimiento Central, 1773. Archivo Espiscopal. |
En
este plano señalaron los posibles parajes para concretar la traslación de la
ciudad, en color rojo: El llano de la finca
“El Naranjo” o la hacienda “El Incienso”, hacia el oeste; en la medianía del
valle, el llano de “El Rodeo”, donde se colocó una cruz y de “Piedra Parada”;
los de “La Culebra”, “Hicancapié” o de “Lejarcia”, hacia el sur; y, en color
verde, el valle de “Las Vacas”. (Pérez
Valenzuela, 1964; Polo Sifontes, 1970). A partir de aquí, no había vuelta
atrás, a pesar de las discusiones y cruce de documentos entre las autoridades
locales y la corona en ultramar. Finalmente, el 15 de enero de 1774, el Consejo
de Indias, tras recibir los informes de los hechos sucedidos en la capital del
Reino de Guatemala, aprobó el traslado provisional hacia el valle de “Las Vacas”
o de “La Ermita”, localizado a nueve leguas de la devastada Capitanía General
en el valle de Panchoy. Aunque con la advertencia que no se construyeran casas
formales ahí y tampoco se reedificara en la ciudad arruinada.
En
esa cédula, en el punto primero, decía que se debería comprar un terreno de dos
a cuatro leguas cuadradas, de preferencia, en circunferencia, o que se
acomodase de acuerdo a la capacidad que ofreciera el sitio elegido para la
fundación de la ciudad: “Pueblos
adyacentes a ella. Exidos, pastos y demás de su precisa dotación, y que se
importe a que se ascendiere el Terreno, regulado a justa tassacion de Peritos, a
y con respecto al valor que tenía antes de la destrucción de la Alcabala que yo
tengo concedida pa. obras públicas sin exigir arbitrio alguno sobre Tierras
(Pérez Valenzuela, 1964: 171. Se conserva redacción original)”. Los terrenos
para las comunidades, iglesias matrices y filiales de la antigua ciudad se
concedieron a forma gratuita. De igual forma se procedió con los terrenos
otorgados a los vecinos. De esa cuenta en punto décimo se lee que:
Siguiendo este pensamiento tan conforme a la razón, según lo
advertimos y al presente sistema se hace forzoso que la demarcación o
delimitación de la Ciudad sea substancialmente la misma que tenía en
Goathemala, con la circunstancia de dar más extensión a la Plaza Maior,
Plazuelas y Calles y aun a algunas Manzanas o Quadras, como aquí se nombran,
pues aunque la Plaza Principal es
bastante capaz, según se expresa en el Número primero de la razón de los
templos, juzgamos que no debiéndose penzar en fabricar altas, ni en todo lo
demas que ha sido el objeto de las maiores y considerables rentas, como son las
Bovedas y demas semejantes, se hace forzoso dar más capacidad al Angulo que
oicupaba el Real Palacio al de la catedral, con que se halla unido el de el Arzobispado,
como también al del cabildo, pues los convenios y comunidades lograban
comúnmente de suficientíssimo terreno, y en cualquiera evento, será fácil
recomendárselo, por aquella parte que no ofrezca perjuicio a tercer. (He venido
en aprobarlo). (Pérez Valenzuela, 1964: 175-176. Se conserva redacción
original).
El cumplimiento de estas ordenanzas
se complicó. A la crisis se sumó una plaga de langostas que arrasó los cultivos,
empeorando el abasto de alimentos y, para rebasar el vaso de agua, en la ciudad
arruinada se propagó una peste de tifus transmitida por el piojo que se
extendió por los pueblos de Sacatepéquez. Según consignaron algunos
historiadores, ésta se propagó a través de la migración de gente pobre que
había abandonado la ciudad y estaba hambrienta y sucia. De esa forma para
evitar que la peste se propagara a más población, Mayorga ordenó formar una
Junta de Sanidad compuesta por el doctor Ávalos y Porras, el bachiller Merlo y
don José Flores. Así lo comunicaba al Ayuntamiento el 30 de abril de 1774. Sin
embargo, no funcionó como se esperaba.
Mayorga teniendo en sus manos los
resultados del estudio, el 25 de febrero de 1775, ordenó de forma severa que,
sin excusa ni pretexto, todos los pobladores de la ciudad arruinada debían
trasladarse al nuevo valle y acondicionarse cerca del Establecimiento
provisional en el Pueblo de La Ermita y, por lo tanto, quedaba prohibido (re)construir
ranchos formales en la antigua ciudad, solo se permitían provisionales y de una
pieza.
[1] Expediente número 1368, legajo número21, 1778.


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